Devota hasta el final, tu consultorio
visité con paciencia anacoreta.
Mis arterias expuse a tu lanceta
de efecto fulminante y perentorio.
Pero el río ritual e imprecatorio
se coaguló y la cura fue incompleta.
No hubo opción: con un golpe de trincheta
cercenaste mi lóbulo amatorio.
Extraída la glándula infectada,
cesó la septicemia galopante
y la herida cerró bajo el cauterio.
Ya no me duele más: no siento nada.
Tan solo, a veces, una irrelevante
rigidez en el alma… Nada serio.
Cristina Longinotti
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